Por Raimi Ríos
Todos tenemos un ego, ese sentido de autoestima interior que gobierna nuestras relaciones con los demás y con la vida
Trascender el ego espiritualmente significa incapacitar a un ego pervertido, que se preocupa sólo por sí mismo, y que mentirá, engañará, dañara para mantener su status quo o su búsqueda de poder y dominación.
El viaje del autoconocimiento consiste en trascender el ego para reconectar con la esencia que verdaderamente somos y donde se encuentra la felicidad, la paz y el amor que equivocadamente buscamos afuera.
Desde un punto de vista emocional, cuando reconectamos con nuestra esencia disponemos de todo lo que necesitamos para sentirnos completos, llenos y plenos por nosotros mismos. Entre otras cualidades innatas, la esencia nos acerca a la responsabilidad, la libertad, la confianza, la pro actividad y la sabiduría, posibilitando que nos convirtamos en la mejor versión de nosotros mismos. Es sinónimo de luz. Así, estamos en contacto con nuestra verdadera esencia cuando estamos muy relajados, tranquilos y serenos. Cuando independientemente de cómo sean nuestras circunstancias externas, a nivel interno sentimos que todo está bien y que no nos falta nada.
Debido a nuestro complejo proceso de evolución, desde el día en que nacemos nos vamos desconectando y alejando de nuestra esencia, la cual queda sepultada durante nuestra infancia por el «ego». Así es como perdemos, a su vez, el contacto con la felicidad, la paz interior y el amor que forman parte de nuestra verdadera naturaleza. Y, como consecuencia, empezamos a padecer una sensación de vacío e insatisfacción crónica.
El ego es nuestro instinto de supervivencia emocional. También se le denomina «personalidad» o «falso yo». Es como un escudo protector, cuya función consiste en protegernos del abismo emocional que supone no poder valernos ni sobrevivir por nosotros mismos durante tantos años de nuestra vida. El ego también es la máscara que hemos ido creando con creencias de segunda mano para adaptarnos al entorno social y económico en el que hemos nacido y nos hemos desarrollado.
Así, el ego nos lleva a construir un personaje con el que interactuar en el gran teatro de la sociedad. Y no sólo está hecho de creencias erróneas, limitantes y falsas acerca de quiénes verdaderamente somos. El ego también se asienta y se nutre de nuestro lado oscuro. De ahí que suele utilizarse la metáfora de la «iluminación» para referirse al proceso por medio del cual nos damos cuenta de cuáles son los miedos, inseguridades, carencias, complejos, frustraciones, , traumas y heridas que venimos arrastrando a lo largo de la vida. Por más que las obviemos y no las queramos reconocer, todas estas limitaciones nos acompañan las 24 horas al día, distorsionado nuestra manera de ver el mundo, así como la forma en la que nos posicionamos frente a nuestras circunstancias.
Por mucho que podamos sentirnos identificados con él, no somos nuestro ego. Ante todo porque el ego no es real. Es una creación de nuestra mente, tejida por medio de creencias y pensamientos. Sometidos a su embrujo, interactuamos con el mundo como si lleváramos puestas unos lentes con cristales coloreados, que limitan y condicionan todo lo que vemos. Y no sólo eso: con el tiempo, esta percepción de la realidad limita nuestra experiencia, creándonos un sinfín de ilusiones mentales que imposibilitan que vivamos en paz y armonía con nosotros mismos y con los demás.
Sin embargo, hay que estar agradecidos al ego por la ayuda que nos brindó a lo largo de nuestra infancia. Sin él, nos habría sido mucho más duro sobrevivir emocionalmente, por no decir imposible. De ahí que éste sea necesario en nuestro proceso de desarrollo. Además, gracias al sufrimiento provocado por nuestro ego, finalmente nos comprometemos con cuestionar el sistema de creencias que nos mantiene anclado a él, iniciando un camino de aprendizaje para reconectar con nuestra verdadera esencia. Esto sucederá el día en que nos demos cuenta de que la compañía del ego nos quita más de lo que nos aporta.